Un Viaje, Un Encuetro, Un Regalo
- by @ArletteTorresOficial
- Nov 21, 2017
- 7 min read
En el año 2014 me encontraba en pleno clímax de un ciclo que comencé a transitar aproximadamente un lustro antes; una etapa en la que debí enfrentarme a muchas cosas, pero en especial una a la que le había estado huyendo durante mucho tiempo: a mí misma.
Para ello el Universo me agitó, me sacudió, me tambaleó y lo que tenía por rumbo de vida desapareció casi por completo. Creí entonces que estaba viviendo el acabose del período más catastróficamente largo de mi existencia (en circunstancias como éstas se vuelve uno bastante apocalíptico). Me encontraba sin fuerzas, muy perdida y con una tristeza tan profunda que no sabía ni por dónde cogerla.
Sin embargo, había algo dentro de mí que a diario me indicaba a través de pequeñas señales que no todo estaba perdido; y fue ese algo lo que con el tiempo me hizo entender que todo lo que me estaba pasando no era más que el producto de un embotamiento, de un río estancado de emociones que yo misma había ido acumulando y que no estaba dejando fluir. Que todo ello sólo representaba el momento que antecede al simple y necesario vacío; porque antes de pensar llenar un vaso, has de vaciarlo exprimiendo hasta la última gota en su interior.
En los meses previos, este cuerpo, esta mente, este espíritu, saltaron de Madrid a Caracas, de Caracas a Málaga, de Málaga a Caracas, de Caracas a Bogotá, de Bogotá a Barcelona, de Barcelona a Caracas… Sólo de contarlo ya marea. Y regresé a Madrid… Y volví a Málaga… Y así. Me sentí literalmente fuera de lugar, sin estabilidad, sin hogar. Y entonces recibí por fin el tan necesario cabezazo que me haría cambiar de camino y comenzar a despertar.
EL INICIO DEL VIAJE
‘Necesitaba’ ‘escapar de mí, de todo’, ‘desconectar’, ‘dejar de pensar’ en aquello que creía eran las causas de ‘todos mis males’. Así que, tras un par de vueltas antes de decidir, me compré un billete de avión con los ahorros que me quedaban para irme al otro lado del mundo. La excusa: un curso de Yoga. Mi objetivo: ‘cambiar de aires’. Y así fue como India se cruzó en mi camino. Era mi mejor opción, y tenía la ‘ilusión’ de hallar allí la ‘iluminación’ como por arte de magia…
Y aterricé con mi mochila en Delhi. Y entonces comenzó el caos, o más bien se desató, porque en realidad ya lo traía dentro conmigo; sólo se hizo presente. El alboroto, la locura, el desenfreno. Cientos de personas por todas partes, hablando otras lenguas, otros idiomas, otras jergas. Otro continente, otro ¡Mundo!, en realidad casi otro planeta. Y yo... ¡sola!. Ruido, mugre, flores amarillas, pobreza extrema, riqueza ostentosa, templos, dioses, caras desconcertantes, ojos profundos, monos, coches, polvo, un sol naranja, cabelleras negras, pieles intensas, olor a incienso, algún que otro hedor insoportable; bruma en el cielo, miles de colores y brillos entre la basura y el humo; todo ello en un solo lugar. Parecía que el cielo y el infierno se habían unido en un mismo espacio y tiempo.
Esa primera noche en Delhi estuve a punto de arrepentirme y volver, pero ya estaba allí, así que tiré fuerte de mi valentía y me envalentoné: un hostal perdido en medio de la ciudad, repleto de hombres, en un país en el que abunda el machismo, un baño infestado con cucarachas y una habitación cundida de ácaros, no me iban a echar para atrás habiendo llegado tan lejos. Tuve ganas de llorar, pero me dormí. Sorpresivamente superé mi noche. Al salir el sol ya nada podía ser peor... o al menos eso creí.
LA ODISEA.
A Delhi y la provincia de Rishikesh (mi siguiente destino geográfico de entonces) las separa una distancia de 227 km; un viaje que en bus en circunstancias normales no duraría más de 3h. En India, ese recorrido ocupa unas 7h aproximadamente. Y no es que el coche viaje lento; por el contrario, en una pequeña vía (que no es autopista) repleta de vehículos, vacas, gente y bicicletas, puede llegar a alcanzar los 80km/h, una velocidad bastante temeraria para el caso. Todo se resume a que no hay suficiente espacio en las carreteras para tantos coches como hay en ese territorio. De manera que cada uno debe esperar turno para pasar a toda velocidad por el carril contrario, esquivando todo lo que viene de frente, con el fin de ir avanzando. ¡Toda una odisea!.
Ante este panorama y ante la posibilidad de morir a causa de un accidente o por un infarto generado por el susto, una servidora decidió hacer caso a su voz interior para ‘aceptar’ y ‘rendirse’ ante la situación. Así que se ‘acomodó’ en su asiento y dejó -literalmente- colgar su cuello como gallina degollada. Durante las horas de viaje sucesivas me sumí en un sueño profundo. A medianoche, pero sana, salva y hasta serena, llegué a Rishikesh. Allí me esperaba un señor, cuya barba y la inmensa luz de sus ojos me hicieron reconocerle. Surinder Singh, mi maestro de Yoga, me recogió con su pequeña y vieja scooter y nos llevó, a mí, a mi mochila y mi esterilla, hasta la escuela en la que unas horas más tarde daría inicio a mi verdadero viaje. Nada fue fácil al principio. No hay nada más complejo que comenzar a cambiar malos hábitos aprendidos por años. Me daban ganas de salir corriendo cada dos por tres, cosa normal en mi; solía hacerlo siempre que me encontraba ante situaciones incómodas y exigentes; eso y culpar al resto del mundo cuando las cosas no salían como yo quería.
Todo lo que allí aprendí es digno de contar con detalles, pero escasean las líneas y las palabras. Más allá de todos los conocimientos técnicos adquiridos, me gusta pensar que la enseñanza más grande la obtuve de todas y cada una de las personas que conocí, de las experiencias vividas, de lo que pude ver y sentir. Gracias a todo ello, el verdadero sentido de la práctica del Yoga y la meditación se hicieron presente: !pude comenzar a despertar!
Solía pensar que siempre tenía la razón y los demás eran los equivocados; que la vida era poco generosa e injusta conmigo; que el destino iba siempre en mi contra. Yo, mí, mío, yo, mío, mi. Yo y mi ombligo. Rishikesh fue el lugar en el que mis demonios acabaron por fin de salir a flote. Cosa que luego agradecí. Me encerré dos días en mi habitación, lloré hasta el hastío, odié estar allí y cuando parecía que no podía más, sencillamente escuché de nuevo y decidí prestar atención a mi voz interior, llena de sabiduría ancestral, pero que solemos desestimar. Y me ‘rendí’, y ‘acepté’ y entonces comencé a serenarme… A sanarme.
A partir de ese momento, comprendí que en realidad lo que me había ocurrido durante todo ese tiempo, es que estaba llena de rabia, inconformidad, expectativas, sentimientos de culpa, necesidades y deseos que exigía a otros que cumplieran y satisfacieran. Que estaba sumida en sufrimientos que yo misma había generado ó que había dejado que otros produjeran en mí. Que no asumia mis propias responsabilidades, que pretendía encontrar la felicidad en lugares erróneos, a pesar de que en mi interior sabía con precisión dónde buscarla. Pero para llegar a ello debía transitar todo ese camino. Era parte de mi proceso. AQUÍ Y AHORA. MY JOURNEY
Desde entonces, comencé a mirar y a entender no sólo a India, sino a todo mi alrededor y a mi misma de otra manera. Encontré mi hogar, mi estabilidad y mi lugar al encontrarme a mí. Han pasado 4 mágicos años desde entonces, con sus altos y sus bajos, y ese camino que tomé a partir de ese importante movimiento geográfico, se ha vuelto cada vez más amplio y más bonito. India me regaló el espacio para iniciar un cambio -literal- de 180 grados en mi vida.
Era vital dejar de mirarme el ombligo y alzar la vista más allá de mis preocupaciones y mis ‘grandes problemas’; para observar, comprender y empatizar con aquello que había en mi interior y con lo que también habita en los ojos de los otros. Ese fue y ha sido mi verdadero y trascendental viaje. Son esos, los del corazón, los viajes más gratificantes y necesarios y no aquellos que se hacen al cruzar sólo distancias geográficas.
De los grandes aprendizajes con los que ahora vivo, e intento siempre poner en práctica, es que por más que nos movamos de lugar -ya sea a Pekín, Hawaii, Vietnam, Noruega, India, Tulum- o incluso nos quedemos en la misma ciudad, llevamos nuestra mochila a cuestas y depende únicamente de nosotros escoger cuáles son las cosas que precisamos realmente en ese equipaje; aunque es verdad que a veces salir de lo conocido y enfrentarnos con otras realidades, sirve de cacheton para despertar más rápidamente de nuestro letargo. Que la felicidad es un estado que surge y desaparece, como cada cosa en esta existencia y que, salvo circunstancias extremas de vida, está supeditado a nuestras propias decisiones y no a la de otros.
Que el amor, las grandes experiencias y emociones vividas, la tristeza, la alegría, la dicha, los sobresaltos, las bendiciones, los mágicos atardeceres, las bellas personas, los momentos más difíciles, merecen y han de tener su justo y digno lugar en la vida. Que aceptar y dejar fluir con entereza y con amor todas aquellas cosas que nos ocurren, hace que nada se estanque en nosotros, nos ayuda a crecer y a convertirnos en mejores personas.
Que el mejor lugar para habitar es ese hogar que llevamos dentro. Que no es posible ni sano escapar de nosotros mismos, que es preciso responsabilizarnos y coger las riendas de nuestros propios corceles. Que, en lugar de desconectar, es posible reconectar con nuestra propia esencia. Que en vez ‘dejar de pensar’, podemos abrir los ojos y despertar la conciencia ante las cosas, las buenas y las que quizás no tanto. Que las ilusiones son efímeras, el amor es lo infinito y es la forma para encontrar luz en el camino.
Que la vida es un regalo y cada instante para respirar es motivo de agradecimiento.
Namaste.-
@ArletteTorresOficial
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